16 de agosto de 2011

Muñeca de trapo


A diferencia de muchas niñitas, nunca quise ser como una Barbie. Por supuesto, el consumismo en el que estoy inmersa desde la primera infancia me ha llevado a tener en algún momento mi propia colección de mini platinadas voluptuosas. Sin embargo, confieso que siempre me sentí más identificada con la relegada pepona que con esas muñecas de belleza exultante.
Hoy, con unos cuantos años más, traslado esa misma aprensión a las "Barbies de carne y hueso" que nos rodean. Nunca me sentí identificada con esas muñecas reales cuyo mundo se construye en base a preocupaciones que no van más allá de la estética y el excesivo cuidado del cuerpo.
Tal vez, el haber sido la única hermanita mujer de la casa me acostumbró desde chica a otras actividades que me mantuvieron siempre lejos de la imagen cliché que priorizamos hoy en día (más allá de mis eventuales ataques de “minitah”)
Seguramente, el haber pasado muchas horas de mi infancia entre autitos, canicas y álbumes de fútbol me quitó cualquier aspiración de emular la muñeca perfecta. Como sea, y más allá de las bromas con respecto a mi exacerbada faceta de masculinidad, siempre me interesé poco por ser parte del estereotipo moderno.
Y hoy, que esos juegos quedaron atrás, sigo orgullosa como en esos años felices porque me mantengo en la sencillez de ese lugarcito de muñeca de trapo en el que tanto me gusta estar.

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