12 de agosto de 2011
Máscaras
Eran casi las 21. La sala estaba llena, como cada noche, como siempre. Si hubiese podido elegir, seguramente habría preferido estar sumida en su soledad y no tener que enfrentar esa audiencia que tanto la esperaba. De ser posible, hubiera elegido no tener que salir a aparentar esa sonrisa acartonada e irreal que poco se condecía con sus ánimos.
Tenía todo para ser feliz: un público que la amaba, grandes amigos, su fortuna, la profesión con la que siempre había soñado y una belleza tan natural como imponente. Pero, aunque suene a receta para la felicidad asegurada, nada de eso le servía para aliviar su enorme tristeza.
Él ya no estaba, y entonces a esa fórmula para la vida perfecta le faltaba un componente. Había llorado, se había enojado y hasta había coqueteado con la posibilidad de pasar un parte de enferma que la liberara del asunto esa noche.
Pero había un volumen importante de personas con el único deseo de verla. Lo sabía. Y también sabía que a la hora de trabajar, los problemas deben quedarse en el umbral de la puerta. Como sea, tenía que cumplir con toda esa gente y consigo misma.
Se puso su mejor vestido. Se vio en el espejo y, aunque sus ojos eran pura tristeza, se veía tan linda como siempre. Se secó las lágrimas, ensayó una sonrisa y salió a escena. Aunque no encontrara razones, había una audiencia esperando y tenía que seguir.
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