7 de junio de 2012
Día del periodista
Tenía 5 años cuando le pedí a mi hermano que me enseñara a leer y escribir. Moría por adentrarme en esas lecturas de fábulas y cuentos de niños como lo hacía él, con sus 3 años de ventaja.
Lo logré. Y desde entonces el amor por los libros surgió casi como de un flechazo. A los 8 me sentí importante por poder completar solita mi primer libro “serio”. Era El Principito. Me enamoré instantáneamente de las palabras de Saint-Exupéry y su descripción perfecta sobre la frivolidad de los adultos. Claro que no llegaba a entender esas metáforas como las entiendo hoy.
A los 10, gracias a una maestra apasionada por las rimas de Bécquer y Neruda, me dediqué únicamente a leer en verso. Así, ensayé uno y mil poemas en una carpeta, y me regocijaba cuando la rima de dos palabras me sonaba dulce al oído. “Vos vas a ser escritora”, me decía mi abuela, la única que conocía todos y cada uno de esos textos infantiles que escribía y me alentaba para que nunca dejara de hacerlo.
Tenía 13 cuando armé mi lista de lecturas infaltables. Así, me deleité con Romeo y Julieta, El diario de Ana Frank, El Alquimista, El amor en los tiempos del cólera... y me sentía orgullosa cada vez que cumplía con un ítem de esa larga lista.
Ya en secundario, conocí los clásicos de la Literatura española y descubrí lo mucho que me apasionaba escribir. Lo hacía en cualquier hora del día: a veces sobre mí, a veces sobre algo que veía en otros, pasando por canciones, frases de sobrecitos de azúcar, e incluso todas esas palabras que no me animaba a decirle al compañerito del que me enamoré en silencio.
Tuve un lapsus en el que me decidí a estudiar Medicina. Soñaba con ser cirujana. Me focalicé en ser perfecta en todas las materias de Ciencias Naturales, dejando de lado mi costado literario. Pero desistí. No tenía ningún talento que me habilitara a tal cosa y descarté por completo la idea de trabajar adentro de un quirófano.
Las opciones no abundaban: o me volcaba al mandato familiar implícito de ser abogada, o me plantaba cual oveja negra ante la familia con la idea de ser periodista. Lo hice. Con 18 años me embarqué en una carrera casi desconocida para mí. Admito con cierta vergüenza que cuando empecé, no tocaba un diario ni por inercia. Y no faltó el “¿De qué vas a vivir con eso?” desalentador al principio del camino. Pero nunca me importó.
De a poco me fui soltando. Leía hasta cuatro periódicos por día tratando de copiar el estilo, y escribía notas hasta el hartazgo. Una y cien veces. No me vencía hasta que el texto no me cerrara por completo.
Y así fue: cursé, aprendí, descubrí y terminé por amar la profesión, al punto de que cada mañana me levanto feliz de poder trabajar de lo que quiero. No todo es color de rosa, claro está. Pero no cambiaría por nada la satisfacción que siento cada vez que me siento frente a una pantalla a contar una historia. “Escribí como si fuera un cuentito”, me dijo un profesor alguna vez. Y tenía tanta razón que cada vez que no sé por dónde empezar me resuena en la cabeza esa frase de oro.
Hoy es el Día del periodista. Me alegra enormemente festejarlo. Ojalá todos y cada uno de los que trabajan en esto sientan el orgullo que siento yo cada vez que me piden que explique a qué me dedico. ¡Salud para todos ellos!
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